Al comienzo de la modernidad, las organizaciones, comunidades y naciones intentaron ignorar las diferencias. Cuando no podían ser ignoradas, eran llevadas al otro lado de una frontera geográfica o institucional o puestas bajo la división normativa de “desviación”. La diferencia se acentuaba por la categorización y la separación. En momentos ligeramente más abiertos, se imponían normas restrictivas de entrada condicional, como la asimilación o la integración. En ambos casos, sin embargo, la semejanza individual se establecía como la norma para el bienestar de la comunidad.
Este es un típico catálogo de dimensiones de la diferencia: condiciones materiales (clase social, lugar, familia); atributos corpóreos (edad, raza, sexo, orientación sexual y habilidades físicas y mentales) y diferencias simbólicas (afinidad y persona, cultura, idioma, idioma y género, incluyendo en este concepto una amalgama de género e identidad sexual). Estas fueron las categorías que delimitaron las líneas de separación e inclusión en el pasado
Hoy en día, cada vez más estas categorías han sido el centro de agendas de reconocimiento de la diferencia o de programas que remedian las injusticias históricas persistentes. Se presentan en la modernidad tardía como realidades demográficas insistentes. Estas diferencias se han convertido en realidades vivas y normativas, reforzadas por una concepción expansiva de los derechos humanos.
Sin embargo, tan pronto como empezamos a negociar con buena fe las diferencias, nos podemos ver confundidos por estas mismas categorías. Descubrimos que los grupos demográficos empleados en primer lugar para reconocer las diferencias son demasiado simples para nuestras necesidades. Hallamos que estamos tratando con un rango inagotable de posibilidades interseccionales, por ejemplo, cuando se encuentran el género, la raza y la clase. Afrontamos las especificidades del mundo real alineando artificialmente a las personas que formalmente parecen encuadrarse dentro de la norma categórica ostensible.
De hecho, si tomas alguna de estas categorías, descubrirás que la variación dentro del mismo grupo es mayor que la variación media entre grupos. No hay normas simples. Antes bien, te encontrarás en presencia de diferencias que sólo pueden atisbarse desde un nivel que desafía la categorización misma: diferentes narrativas vitales (experiencias, lugares de pertenencia, redes), diferentes personas (apegos, orientaciones, intereses, posturas, valores, perspectivas, disposiciones, sensibilidades), y diferentes estilos (estético, epistemológico, erudito, discursivo, interpersonal).
La demografía puede hablar de grandes fuerzas históricas, grupos o movimientos, pero no habla lo suficiente como para proporcionar una heurística suficientemente sutil o para guiar nuestras interacciones cotidianas. Las categorías demográficas también aparecen en listas que, en tiempos tan sensibles a las diferencias, con demasiada frecuencia suenan como una letanía simplista. ¿Qué hacemos para elevarnos sobre la simpleza y las acusaciones —a veces justificadas— de trivial “corrección política”? Por el bien de la historia, necesitamos tratar con la demografía, mucho más en el día de hoy.
La diferencia es el resultado de las identidades y realidades humanas que se dan en el mundo social. La diversidad es un programa de acción. Es el corpus de las agendas normativas, donde la diferencia se convierte en la base de proyectos sociales dirigidos a la inclusión. Aquí es donde la diferencia, la realidad insistentes, transforma a la diversidad en un agente de cambio. Muchas respuestas históricas y contemporáneas a la diferencia difícilmente son dignas de dicho nombre —racismo, discriminación y desigualdad sistémica—. Como agenda normativa y programa social, la diversidad se posiciona en contradicción a los sistemas de exclusión, separación o asimilación.
Y otra distinción. La diferencia es un objeto social. La diversidad es el modo de reconocimiento de dicho objeto. La divergencia describe una dinámica peculilar de ciertos contextos sociales, como las sociedades de los pueblos originarios y la fase de despliegue de la modernidad. Estos son lugares donde hay una tendencia endógena, sistemática, activa y continua de los agentes sociales individuales y de los grupos por diferenciarse. Está en contraste directo con las primitivas sociedades modernas donde la norma era la homogeneidad, o en el mejor de los casos, el reconocimiento testimonial de la diferencia. Hoy vivimos en un tiempo que permite mayor rango de agencia y nos permite hacernos más diferentes. Y porque podemos, lo hacemos. Valgan de ejemplo el arco iris o las identificaciones de género y expresiones de la sexualidad en la nueva plasticidad corporal; o las sombras de la identidad étnica en yuxtaposición con la identidad que desafía nuestras concepciones heredadas de vecindad; o el lugar que muestra sus peculiaridades a los turistas; o la panoplia de identidades apoyadas por los nuevos —y participativos— medios; o el inmenso rango de productos que se anticipan a cualquier número de identidades del consumidor y las reconfiguraciones de los productos efectuadas por los consumidores mismos.
La agenda normativa de la diversidad ha adquirido gran pujanza cuando entramos en un periodo que podemos llamar “globalización total”. Este es el momento en que lo global se convierte en un dominio primario de la acción y representación del comercio, gobierno y personalidad. Ha habido otros momentos de la globalización, ciertamente. Primero hubo un momento en el que las sociedades cazadoras y recolectoras vivieron en la mayor parte de las tierras habitables del mundo. Después vino la agricultura, escritura y formación de sociedades en los cuatro continentes, de modo tan desigual que los gobernantes podían permitirse ordenar la construcción de edificios lo suficientemente grandes como para dejar las ruinas de la civilización, Después vino el imperialismo moderno, el industrialismo y el nacionalismo. Ahora ¿estamos en una nueva fase?
Si hay una nueva fase, es una donde no hay lugar que no pueda ser alcanzado por el transporte moderno, en la conversación mediante las comunicaciones modernas, en la representación a través de los medios modernos o por productos y servicios en los mercados modernos. Y puesto que pueden alcanzar, casi invariablemente son alcanzados. El hecho incipiente de la globalización total trae consigo una agenda normativa de la diversidad: la agenda del globalismo.
Las agendas contemporáneas de diferencia, diversidad, divergencia y globalización se generan a sí mismas en el centro del emergente orden mundial —el núcleo del comercio, el gobierno y la personalidad—. Aquí las paradojas surcan el mundo de las diferencias: la paradoja de la convergencia que estimula la divergencia y la paradoja de la universalización que estimula la diferencia.
En el dominio de la producción, distribución e intercambio, las diversas fuerzas de trabajo actúan en organizaciones que desafían las fronteras nacionales y luchan para llevar el capital y las comodidades a los confines de la tierra. Lejos de la lógica fundacional del capitalismo (producción en masa, mercados masivos, el mínimo común denominador lógico de la mano de obra no especializada y la estandarización de los consumidores), el nuevo comercio habla de personalización en masa, complementariedades entre las personas de diferentes tipos, la búsqueda de nichos de mercado y la cercanía a los clientes en toda su variabilidad.
Podríamos ir tan lejos como para afirmar que una nueva lógica de sistemas podría emerger aquí. Un tipo de “diversidad productiva”. Para hacer tal afirmación habría que ir más allá —o incluso prescindir— de los regímenes de acción afirmativa y conformidad regulatoria demográficamente definida. También habría que establecer una agenda equitativa para la vida productiva en la cual los acercamientos minimalistas a la diversidad y los acercamientos crecientes a la desigualdad sean, por lo general, una mejora respecto de la discriminación irreflexiva.
En el reino de la vida cívica, las comunidades locales y nacionales negocian diariamente las diferencias que surgen de la inmigración, los movimientos de refugiados, asentamiento y reclamaciones aborígenes a la propiedad y soberanía. Al mismo tiempo, cada vez más las comunidades reconocen y negocian una plétora de diferencias intersectantes y, en ocasiones, contrarias.
Ir más allá del multiculturalismo al nivel nacional y local, puede ser posible creando un tipo de pluralismo cívico, un nuevo modo de vivir en comunidad basado en múltiples capas de soberanía y múltiple ciudadanía. Esto no sólo trasciende el antiguo civismo —la nación estado de individuos idénticos más o menos intercambiables y su retórica legitimadora del nacionalismo—, sino que también promete ir más allá de formas triviales y marginales de nacionalismo para renovar la naturaleza y forma de los derechos humanos.
La diferencia se asienta en nuestra consciencia, nuestras epistemologías, nuestras subjetividades y nuestros medios de producción de significado. Ya no podemos asumir que exista una personalidad universal, normal o desviada, pero remediable. Hoy en día, lo que es universal es una humanidad de personalidades en plural (todo el rango de nuestras diferencias) y la multiplicidad (las capas de complejidad de las diferencias dentro de nosotros). Todo individuo es una única intersección de atributos cuya naturaleza y fuente pueden identificarse con grupos y socialización. Este tipo de género, este tipo de raza, este grupo socio económico es la suma de nuestras personalidades en lo plural y lo múltiple. Juntas, se manifiestan con la complejidad de nuestras disposiciones, nuestras sensibilidades, nuestras identidades.